El día que terminé de leer Viejas danzas españolas (La Marca Negra ediciones) se celebraba en la ciudad el Bando de la Huerta, fiesta que homenajea el origen agrícola de toda la riqueza cultural y económica de Murcia. Al día siguiente, el servicio de limpieza viaria recogió de este suelo más de 73.000 kilos de basura. La información está publicada en la cuenta de Twitter del Ayuntamiento sin comentario ni pasmo ninguno. En el enlace que da acceso a la nota de prensa, se informa además de que el 90% de esta basura estaba en los parques y jardines donde se ejerció el derecho a festejar. En total, un 5% más de residuos que el año anterior, la mayoría en un recinto pegado al cauce del río que traviesa la ciudad. Este es el contexto de publicación, ahora vamos a hablar de la novela.

La última obra de Cristina Morano, poeta y (reciente, fulgurante) narradora afincada en Murcia tiene título de manual de antropología cultural y se subtitula “fábula” de forma cristalina. Como rezan las definiciones de este antiquísimo género, se trata de un relato ficticio, protagonizado por personas y animales, con intención didáctica y moraleja final. Habrá quien diga que los relatos simbólicos están pasados de moda, que el lector hoy busca lo concreto; que la verdadera literatura no tiene moralejas sino que plantea interrogantes al presente y lo retrata. Pues bien, no se preocupen, también hay de eso, señora. En el puesto de Cristina Morano están todos los frutos de una tierra tan fértil.

Cristina Morano. Foto de El Semanal de la Mancha

Cristina Morano. Foto de El Semanal de la Mancha

Había una vez un grupito de activistas que descubría una red de corrupción político-empresarial y se jugaba más de lo conveniente para destaparla. Había una universidad privada continuamente favorecida desde el poder y a la que no se exigía nada a cambio de una catarata de recursos públicos. Había una empresa cárnica que no dejaba de crecer ni de esquivar cualquier tipo de sanción medioambiental. Había un periodismo que escribía al dictado para que la ansiedad habitase siempre los mismos estómagos. Había un grupo de políticos que se ponía en la diana a pesar de los insultos y del desprecio; y había otro grupo de políticos que no comprendía no hacer de su capa un sayo, a pesar de lo obvio que es quién dirige aquí el cotarro. Había cerdos hacinados por miles y un jaguar que cruzó el atlántico por capricho de alguien, igual que son los caprichos de alguien los que hacen que los nadies cambien de trabajo, de casa, de dieta, de horarios y de sueños. Había un palco para no ver el fútbol. Había una tonadillera cínica, hasta el cuello de fango. Había quien quería -cosas de novelas- construir casas en el cauce de una rambla y venderlas. Había un baile de siglos entre los que mandan y los que sudan. De todo había en esta novela.

Los registros estilísticos de Cristina Morano se abren como una flor al servicio de cada trama, se trenzan hasta el final en un relato cambiante de gruñidos y susurros. Los animales hablan en sentencias poéticas, brillantes en su lógica de lo natural. Se comunican de forma pausada y emotiva, son transparentes en sus intenciones porque cada pluma, cada trino, cada escama cifran su lugar en el mundo. “Tú en tu sitio y yo en el mío” se recuerdan unos a otros. Mientras, en la otra trama, los hombres han hecho de la usurpación de suelo una suerte de mandato evolutivo, que en la novela se condensa en el uso fascinante del verbo “alicatar”, porque la autora es poeta y eso, como la tos, no se puede esconder mucho rato. El retrato del grupo humano recuerda a las animalizaciones de Valle Inclán en sus esperpentos: cinismo, crueldad y enchufes ladrados al aire de los palcos y los despachos, (“Ni Juntas ni juntos. Pregunta a tus conocidos que pa eso te votan»). En las interacciones humanas hay trampas, rabos entre las piernas, pelajes erizados y, sobre todo, la conciencia de los dos bandos. Depredadores y presas. Mientras la Naturaleza canta la canción redonda de la cadena trófica, en la humanidad hay una parte siempre depredadora de otra.

Podía ser este un punto en el que aquel que no hace una pregunta sino un comentario dijese:

-También la naturaleza es cruel. ¿Acaso los depredadores no matan a la presa más débil y las plagas esquilman poblaciones enteras?

-Pero esto es una fábula -le responderíamos-. Esto está para ponerte delante de los ojos las lagunas desecadas por dinero, los acuíferos contaminados, los ríos vertedero, las ramblas ciegas de asfalto, las playas de peces muertos, lo que está ahí, cada vez más cerca, tocándote los pies, matando el aire, el agua que bebes. Deja a las langostas tranquilas.

Igual que en su poemario de 2014 Cambio climático (Bartleby Editores), la novela clama por el peligro  que opera ya en nuestro entorno, que precariza las relaciones y la vida cotidiana. Lo que dejó hace mucho de ser simple amenaza, “alicata” el mundo vivo y después impone un precio para pisarlo. “Disputándole el mundo a nuestros perros” dice en uno de aquellos versos. Aquí los  animales ya no son domésticos, sino que se convierten en fieras totémicas, seres que sí saben cuándo están presos y reflexionan con clarividencia sobre su condición.

De la web "Papeles de Pablo Müller"

De la web «Papeles de Pablo Müller»

Entre todas, la de Darién (el jaguar protagonista) es una voz fascinante que desgrana el viaje interior del individuo que pierde sus privilegios selváticos y conoce a sus semejantes en la desgracia compartida del circo y la granja de engorde. “Soy pobre (…). No significo (…) tengo miedo, sí. Y con mi miedo hago lo siguiente: salto”. Su discurso fluye como el agua entre los manglares, en las cascadas, contra la roca, para acabar en un remanso de lucidez en el que “comprende que no podrá vivir la felicidad antigua, porque hay otros penando”. Ahí se revela la razón de la sinrazón (citando El Quijote, valga la redundancia) de los activistas de la otra trama, la trama humana. La razón para soportar todo lo amargo del trabajo político en un partido minoritario de izquierdas. La novela también es eso, un hermoso homenaje al militante de base; el sindicalista con reuma, la abuela huelguista, la chica del pelo azul que, desde la insignificancia y la precariedad de medios, se sobreexplotan a sí mismos porque no soportan rendirse al sistema; un canto a los que pierden la intimidad, el tiempo libre, el dinero y las aspiraciones para no contribuir al alicatado paisajístico y cultural que nos acorrala a todos. El retrato de la vida asamblearia tiene el cariño, el humor agridulce de quien, como la autora, ha quemado mil noches con los compañeros junto a una máquina de café, de quién no ha dejado de echar horas en la fotocopiadora antes de una manifestación, pese a que tiene bastante perdida la fe en el futuro, solo porque la alternativa la vuelve a dejar sola, vencida, en el papel suicida de la presa que se deja cazar. Y eso sí que es antinatura, no lo que se grita en los púlpitos.

Rose es la protagonista de este grupo de personajes llenos de barrio y de decepciones. Rose es la que dice “haremos lo nuestro hoy”, la chica que vuelca en el activismo toda la rabia de su precariedad, la que aprende tecnicismos políticos y mediáticos sobre la marcha; la que acaba, a la vez que el jaguar, sabiéndose un nadie. Los poderosos se reparten el dinero de nadie, se apropian las tierras de nadie. ¿Y qué puede hacer nadie contra esto? Hay algunas respuestas en la literatura y desde Grecia nos vienen contestando a esto con un cíclope que, al menos una vez, fue cegado y vencido por Nadie. La novela define a los nadies como gente a la que la rabia les pilló sin nada que hacer, sin alternativa mejor (desde las pirámides al 15M) y entonces hicieron la revolución que es solo un pasito en el baile eterno (“los billetes se van a notar, van a bailar los dineros”), el pasito que dan los que no están muertos. “No tenemos vida, tenemos entusiasmo”, dice una de las nadie (una que ha leído a Remedios Zafra). Una de esas personas sin cara a las que se refieren sin saberlo quienes dicen desde fuera que nadie hace nada para evitar el desastre humano y medioambiental al que nos lleva la corrupción sistemática.

Huertanxs. Murcia. 1870 (archivo municipal)

Huertanxs. Murcia. 1870 (archivo municipal)

La vieja danza española de la corrupción se puede bailar en cualquier sitio, pero los lectores murcianos, además, tienen la suerte de reconocer en esta novela los ecos de la prensa regional de los últimos años. Por si eso fuera poco, leerán el precioso homenaje político-poético a una de las figuras más queridas del activismo murciano, y tendrán la oportunidad de descifrar los trasuntos de nombre descacharrante con los que Cristina Morano esboza el perfil de esta tierra de fábula que a veces se resiste a ser vendida.

Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa” es una frase atribuida a Emma Goldman a la que esta novela parece contestar diciendo que el baile ya está empezado, que de lo que tenemos que ocuparnos es de que no nos pisen en la pista, de marcar el paso alguna vez.

El día que terminé el libro, además de las festividades en honor a la maltratada huerta murciana, hubo otra noticia desde otra punta de España, una respuesta macabra a las jotas de aquí. El Gobierno de Andalucía aprobaba un plan para ampliar regadíos en Doñana pese a la crisis que sufre el parque natural debido a la sequía y a la sobreexplotación ilegal de su acuífero. El director de la Estación Biológica de Doñana dice que es “asar salchichas quemando cuadros de Picasso”. La metáfora al rescate, efectiva aunque no siempre bella.

En todas partes se baila. Veremos cómo llegamos al final de la fiesta.

La gallina de los huevos de oro, gran fábula también.

 

por Amor Costa.