He intentado escribir este artículo unas 15 veces. De esas 15 veces, suponiendo que no hayan sido más, 8 he tenido que posponerlo para alimentar por diferentes medios a mis hijas, 3 o 4 para limpiar culos, otras tantas simplemente para darles unas nociones básicas de supervivencia, como son los peligros que entraña subirse a las alturas o meterse un garbanzo torrado en la nariz, por poner algunos ejemplos. Incluso en los audios que he ido grabando para registrar ideas antes de que se esfumen entre los efluvios propios de la crianza, ellas son las protagonistas. Una cantinela de fondo para reclamar comida o atención que siempre está ahí, para recordarme que desde que soy madre soy la eterna secundaria y que, como en el relato “Mi muerte” de Lynda Shor que aparece en este volumen, ya me moriré cuando ellas estén sanas y salvas.
En “Maternidad y creación”, una obra que por si no quedaba claro recomendamos muy mucho a todas las personas humanas de este planeta -recomendarlo únicamente a aquellas personas que son madres sería seguir perpetuando las conductas de aislamiento e incomprensión hacia lo que es un acto universal y gracias al cual la especie sigue activa- Moyra Davey, fotógrafa y artista visual, recoge una serie de extractos y artículos de ficción y no ficción escritos por mujeres artistas y escritoras entre las décadas de los 60 y los 90 que abordan desde su experiencia personal sus experiencias con la maternidad o la ausencia de ella. Es un libro principalmente sobre maternidad aunque es cierto que la creación está muy presente no sólo en una exposición formal de las ideas sino también en el mismo acto de creación artística que el ejercicio de escribir conlleva.
Su lectura se presta a numerosos temas de debate, tantos que esto podría ser una entrega por fascículos, pero, precisamente porque sabemos las limitaciones que supone no tener el control de nuestro tiempo, me centro en algunas pocas ideas que pueden ser más universales desde un punto de vista más generalista. Sirvan estas cuatro vindicaciones para construir una sociedad más justa e igualitaria con el acto de maternar.
Sólo somos madres
“Para los hijos, para los hombres ausentes y para nosotras mismas, solo somos madres” dice Jane Lazarre en “El nudo materno”. Pero antes, ¿qué éramos? me pregunto. Yo, me recuerdo joven y risueña con una copa en la mano y el codo en la barra. Me recuerdo los domingos aburrida, con el cuerpo marcado en el sofá. Me recuerdo dejando actuar la mascarilla del pelo el minuto de rigor. Esa ya no soy yo. Esa ya es una extraña. Al resto del mundo parece que tampoco le importa mucho. ¿Alguien se ha preguntado qué siente una persona que antes era dueña de su tiempo, de sus actos y perfectamente capaz de organizarse cómo aborda la crisis física y emocional tras el parto, el encuentro de sentimientos nuevos, las sensaciones confusas, esfuerzos físicos descomunales asociados a los primeros meses del nacimiento, y que a la vez, tiene que conjugar con la responsabilidad de criar a un ser pequeño y demandante que sólo tiene una cosa en el mundo -a ti, a tu paciencia y tu tiempo-? ¿Alguien se ha preguntado además como es criar en un ambiente de negación total hacia estos múltiples cambios visibles y no visibles, cuando el Estado y la sociedad te encasillan como cuerpo no rentable o bien, como cuerpo no maternal mientras te exigen o bien que trabajes como si no tuvieses hijos o que tengas hijos como si no trabajases? Mientras, muchas madres intentarán mantener su propia identidad y cumplir con las exigencias varias durante los primeros años. Sin embargo, otras muchas tirarán la toalla abrumadas por la intensidad de los sentimientos y la presión de las exigencias de una sociedad patriarcal, que a su vez se habrá visto reforzada por la idea opresora de la maternidad, que exige, en palabras de Sara Ruddick, un extenuante ejercicio de identidad que requiere unos sacrificios de salud, de placeres y ambiciones totalmente necesarios para el bienestar de los niños.
Tiraremos la toalla y seremos malas madres. O tiraremos la toalla y seremos malas profesionales. Y sí o sí tiraremos la toalla y seremos menos nosotras para convertirnos en más “ellas”. Al final, tiremos lo que tiremos la insinuación de culpa de la sociedad estará implícita.
El amor maternal consiste precisamente en eso
Le robo otra frase a Jane Lazarre: “Yo daría mi vida por mi hijo. Sin duda prefiero morirme a perderlo. Pero ha destrozado mi vida y solo vivo pensando en cómo recuperarla”. Esta ambivalencia es un tema recurrente en los últimos debates que están surgiendo en círculos maternity-friendly, donde muchas madres han salido del armario de la maternidad idealizada y se sienten seguras fuera de la rigidez del dedo acusador. Porque entre otras cosas, ser madre significa que no te puedes quejar, o mejor dicho, que tus quejas deben ir enfocadas a quehaceres domésticos y no a cuestiones estructurales que afectan directamente a la vida de miles de mujeres: en España concretamente unos 4 millones.
Vivimos en una sociedad que impone a las mujeres el acto de la maternidad como condición sine qua non para la autorrealización pero al mismo tiempo las margina y las relega a los márgenes de la vida pública cuando se convierten en madres. ¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo puede ser que tener hijos-¡se te va a pegar el arroz!- sea uno de los principales motivos de pegarte de cara con el techo de cristal cuando se es madre trabajadora? ¿Cómo puede ser que hayamos dejado todas las decisiones en manos de un Estado que no comprende o no sabe responder a las necesidades de los niños y sus madres?
De madrecita a superwoman
Históricamente se nos ha vendido una maternidad y una crianza sin contradicciones y sin sufrimientos, que las mujeres teníamos que asumir como un suceso de la naturaleza que nos viene impuesto -como nuestras reglas o la menopausia- y frente al cual solo había una forma de actuar con una carta de conductas establecida y heredada. En los últimos años, las cosas han empezado a cambiar y no precisamente para bien. La idea de la madre abnegada ha sido sustituida por el último invento del patriarcado, la madre superwoman, que puede con todo y que además de madre ejemplar debe triunfar profesionalmente hablando, hacer escucha activa con su pareja, tener un cuerpo fit, ser amiga de sus amigas y sonreír siempre en el ascensor. Y no olvidemos la última palabra de moda “el autocuidado”, que normalmente va asociado a productos de consumo que implican altos desembolsos de dinero, cuando quizás siendo fieles a nuestras entrañas, el autocuidado debería ser mandarlo todo a tomar por culo, que es gratis.
Esta serie de exigencias ligadas al consumismo sobre todo no son sino piedras que se van sumando al saco de la maternidad para hacerlo más pesado y engorroso. Damos por hecho que somos animales y queremos a nuestras criaturitas vivas y sanas, ¿de verdad es necesario todo lo extra que nos intentan vender, aprovechándose de los impulsos no racionales que tenemos hacia nuestros retoños, de esa ceguera pasional que tenemos cuando miramos y vemos a nuestros hijos como los más guapos, los más listos y los más graciosos? En resumen, la maternidad se convierte en una carrera de obstáculos que las madres tenemos que sortear con muy pocas herramientas, y con la pesada mochila de la culpa precisamente por no poder sortearlos siempre a las espaldas.
Maternidad como acto revolucionario
Es difícil hablar sobre maternidad sin que el discurso parezca un lamento victimizador o por el contrario un alarido histérico y pasional en los días buenos en los que nuestros vástagos comen hacen caca bien y dan sus primeros pasitos. Pero sí que es cierto que, hay una serie de “microdesprecios” -que sería un micromachismo especialmente dedicado a las madres- que ahuyentan todo intento de tener hijos y de criarlos. Dicho de otra manera, la vida no está pensada para ser madre. Empezando por las jornadas de trabajo, que suelen ser partidas, siguiendo por la discriminación laboral y esos sueldos de mierda, y terminando por el olvido del Estado una vez que la criatura ha nacido, ¿quién quiere o puede tener hijos hoy en día? A la carrera por conservar los óvulos fértiles tras conseguir cierta estabilidad laboral, después se suma esa lucha encarnizada contra todo para seguir conservando la identidad. Por eso necesitamos que se nos vea y se nos escuche. Somos madres pero seguimos siendo trabajadoras, mujeres, seres sociales, amigas, parejas. Seguimos teniendo intereses y seguimos queriendo formar parte de la sociedad. Y por eso queremos una sociedad que impulse y ayude a maternar.
Donde las mujeres que somos madres no suframos esa doble discriminación: por ser mujeres y por ser madres. Donde el Estado se ocupe de las que cuidamos, a través de políticas enfocadas a la conciliación, no solo profesionales sino sociales también. Donde la sociedad entienda y promueva una maternidad inclusiva, tolerante y capacitada para devolver ese valor. Y donde el feminismo deje de asumir que la maternidad es un acto conservador, e incluya dentro de su discurso a las mujeres que somos madres, pues como dijo Marguerite Duras, “que el patriarcado hizo de la maternidad la carga más monstruosa es evidente. E incluso si el patriarcado*es responsable de esta forma de esclavitud que supone la maternidad, ¿basta eso para condenarla?«. No Marguerite, basta eso para que sea una revolución. Y nosotras, pues, somos la resistencia.
*En realidad la buena mujer dijo “el hombre” pero entendemos que cuando escribió esto el concepto “patriarcado” como ideología social estaba todavía por aprender.