Era verano, estábamos en un bar de Cádiz y discutíamos el concepto de crueldad. Unos, que era una cualidad animal; otros, que humana. A la voz de “en tiempos de Google la duda no es tolerable”, buscamos en los teléfonos. La definición de crueldad cuadraba con los animales: “Inhumanidad, fiereza de ánimo, impiedad”. La del adjetivo cruel, “Que se deleita en hacer sufrir o se complace de los padecimientos ajenos”, no tanto.
Lo salvaje (Ed. Raspabook), el nuevo libro de la murciana Vega Cerezo, deja suspendida esta disyuntiva. Porque, aunque nuestros tiempos no toleren la duda, la poesía sí se alimenta de la dualidad, de nuestra faceta bestialmente humana y de lo borroso de los límites de nuestra naturaleza. El poemario, encabezado de forma ternísima con esa sentencia colegial que todos hemos repetido, Los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren, fija su estructura en esas cuatro acciones elementales; pero también tiene el acierto de emborronar los límites de las fases, de modo que vemos muertes en la parte del nacimiento, crecimiento en la misma reproducción y cadenas de generaciones que repiten ritos en la parte reservada a la muerte. Porque no es lo bestial lo que se plantea como conflictivo en esta obra sino la muy humana terquedad de clasificar y meter en cajitas con etiquetas nuestras experiencias, separándolas del continuo vital sin consideraciones de culpa u orgullo que sí entienden las fieras. Por eso, cuando en el poemario aparece un animal sin sentidos figurados, un gato que ha cazado un pajarito, se dice de él que era “el único animal verdadero en aquella velada estival”; y, como tal, entendía con la sabiduría del instinto lo que a nosotros nos cuesta tantas horas de análisis y quebraderos de cabeza.
Vega Cerezo. Fotografía de Frédéric Volkringer.
Buscando precisamente esa comprensión limpia de la vida, en esta obra las metáforas con bichos son constantes y acertadísimas. Con frecuencia Vega Cerezo halla al animal que clava en plasticidad la imagen buscada (preadolescentes-libélula de dejan pequeñas las camisetas del verano anterior en su metamorfosis; amantes que son polillas locas, revoloteando en la luz que los consume); pero otras veces la fauna entera se queda corta y hay que inventar otros seres porque ninguna especie conocida tiene los atributos que se nos figuran dignos de nuestras complejidades: La bestia de brillante pelaje, amable y caliente, que escupe peces por la boca al reir (“Los elegidos”). Otra vez, no tenemos suficiente.
Se diría que hay en el libro un entrar y salir constante a lo salvaje, un movimiento pendular e incontrolable que a veces nos deslumbra al acercarnos al puro instinto pero otras veces se nos queda corto, y es necesario recurrir a artificialidades nada fieras -las que domestican nuestros instintos- para explicarnos a nosotros mismos. Ocurre al peinar y recomponer las muñecas que nos destrozan los hermanos, como sucede en “El daño y la herida”; o al dosificar el placer para no agotarlo, como en “Vivir en viernes”, poema maravilloso que rescata una anécdota infantil tan cómica como reveladora de las barreras que nos ponemos al propio disfrute, sin más necesidad que la de tener unas reglas de juego para poder jugar.
Lo salvaje, en fin, tiene sus bordes. Bordes que son borrosos, pero que existen y es en ellos donde ocurre todo lo interesante (Siento a la par fascinación por la felicidad y el dolor/ ambas fronteras me conmueven.). Es al ser consciente de esas fronteras cuando nos percatamos del lugar verdadero que ocupamos (Vuelvo al pequeño universo de mi cuerpo, a la estrechez de los días,/ a nuestras rutinas. Porque no hay abandono / sin un lugar que nos sostenga…), pero también del lugar que compartimos (…pega su lomo a mi pecho y yo / aspiro su dulce olor animal.). En ese entrar y salir constante al sitio del instinto, la enseñanza que Vega Cerezo tiene para nosotros es el cuidado y la atención en el trazado de nuestro propio territorio salvaje. Como dice en “La casa del árbol”: Todo lo que no es selva, es muerte.
Recuerdo que la discusión en el bar de Cádiz sobre el concepto de crueldad acabó en un acuerdo pero no sé en cual, y no importa. Sólo importaba buscarnos los límites y jugar. Llevábamos las palabras en la boca como el gato de Vega Cerezo llevaba el pajarito, cazadas torpemente, sin asesinarlas del todo.
Por Amor Costa.
*Fotos y vídeos de la página web de Vega Cerezo.