Por más que me doctores (y doctoras) digan que es lo mejor que puedes hacer para mantener tus desórdenes a raya, no me cabe duda que las pastillas anticonceptivas te afectan hoy y te afectarán el día de mañana. Ya no ocurre como antes; en mi adolescencia, amigas de mi hermana mayor comentaban los terribles efectos secundarios físicos de las pequeñas grageas: pelo en partes donde antes ni nacía, granitos, coger peso… Por fuera, han conseguido efectos casi inocuos. Pero por dentro, la bomba de relojería tiene vida propia. No en vano te estás tomando un chute hormonas que revoluciona todo lo que eres por lograr esa soñada «regularidad» que no he llegado a conocer en ninguna mujer. También, por poder follar tranquila si no estás planeando una próxima camada. Al final, uno se te corre dentro, y tú te tomas tu pastilla. Uno se queda muy a gusto y otra se convierte en una extraña en su cuerpo. Fácil y además, ya no te sale barba, y eso mola mucho. Pero la nueva versión de ti misma no siempre mola tanto. Algunas no sienten nada diferente, otras todo lo contrario. Unas pierden el apetito sexual de un plumazo como si acabaran de ver a Álvarez Cascos untado en aceite. Otras están permanentemente cansadas. A mí, que en principio no notaba nada y me sentía muy wonderwoman por ello, me dan ganas de llorar continuamente. Yo, que tengo un prestigio que mantener como señora de cabeza fría y corazón seco, ahora se me escapan las lágrimas a cada paso que doy. Ayer se me empaparon los ojos por igual con la destrucción de la mezquita de Mosul y con un anuncio de la Mutua Madrileña. El otro día tuve que esconder dos ríos de lágrimas mientras miraba en Facebook un vídeo de gatetes, lo mismo mientras comentaba atónita el brutal programa «La estrategia del silencio», en el que metían como una delincuente, corriendo y a escondidas, a Beatriz Garrote, presidenta de las víctimas del metro de Valencia, a un ya agonizante estudio de Canal Nou. Animalicos e injusticias sociales me hacen moquear por igual y sin sentido. Esta, os puedo asegurar, no soy yo.

Ayer me fui a trabajar, y lo mejor de tener que coger el coche para llegar al instituto es poder escuchar un rato la radio mientras conduces. Enganché con un programa en el que hablaban de la grabación del «Gimme Shelter», el temón de los Rolling Stones. Contaban cómo en mitad de la grabación el productor Jimmy Miller sintió que faltaba «una voz negra». ¿A quién llamar en mitad de la noche en Los Angeles? «Merry Clayton«, dijo el arreglista Jack Niztsche.

Merry Clayton (1948) nació en Nueva Orleans y como muchas hijas de reverendos, empezó cantando gospel en la iglesia de su padre. Allí asistían unos parroquianos poco comunes: Sam Cooke, Bobby Darin, Ray Charles… Tal era el talento y vozarrón de Clayton que este último terminó por ficharla para su coro y ser una de las «Raelettes». Después, y hasta hoy, llegarían colaboraciones con algunos de los nombres en mayúscula de la música: Pearl Bailey, Phil Ochs, Burt Bacharach, Tom Jones, Joe Cocker, Linda Ronstadt, Carole King, Neil Young y hasta Elvis Presley, o más recientemente Coldplay. Una noche de 1969 su teléfono sonó de madrugada. Le pedían unos coros para una nueva canción de los Stones. Antes de ella, habían llamado a Bonnie Bramlett, pero su marido no le permitió grabar con «esos macarras». Una oportunidad perdida, de nuevo, por el yugo de un hombre ignorante. Clayton sí acudió: se levantó de la cama y llegó al estudio en rulos y pijama. También estaba embarazada.

«Gimme Shelter» hablaba del odio, la rabia, la guerra de Vietnam, la violencia y el racismo… Clayton tenía que cantar «Rape, murder, it’s just a shot away (violación, asesinato, están a un tiro de distancia) y War, children, it’s just a shot away (la guerra, niños, están a un tiro de distancia)» y lo hizo con una fuerza desgarradora. Tres tomas. Sin cortes, cada una una octava más arriba de la anterior. La grabación sin música, con su voz a capella, pone los pelos de punta. En ella, se escucha a un Jagger que no puede evitar soltar un «¡wow!» de pura emoción. Clayton era una diva y se había meado encima de esos Stones.

Tras el lanzamiento y a pesar del pelotazo del hit, los Rolling Stones nunca enviaron el disco a Clayton y además incluyeron su nombre mal escrito en los créditos: «Mary Clayton«. No lo cambiaron ni en posteriores reediciones décadas después. Clayton, a los pocos días de la grabación, sufrió un aborto que muchos achacaron a su exhausto trabajo esa noche. En 2014, sufrió un accidente de coche y le tuvieron que amputar las dos piernas. ¿Qué dijo ella? «¡Todavía tengo mi voz»!

El locutor pincha entonces el «Sweet Home Alabama» de Lynyrd Skynyrd, al que Clayton también puso las voces de apoyo, y ya estoy yo llorando como una magdalena mientra subo el Puerto de la Cadena. Con la vista borrosa me adelanta un camión enorme que lleva una de esas casas prefabricadas, posiblemente para algún guiri de Polaris World, y pienso que es una tarde extraña pero bonita. Voy hasta el culo de hormonas y llorando en un Ibiza, porque pienso en cómo se puede ser tan jefaza como la Clayton. Me la imagino en rulos, embarazadísima, peinándole el flequillo para atrás con su vozarrón a los pringados de los Stones, y pienso que, a pesar de todo, ser mujer es la puta hostia.

*Texto por Ana Andújar