La primera vez que escuchamos el nombre de Suu Kyi éramos unas crías y nos sonaba a chino. Vimos su cara en una campaña de Amnistía Internacional que echaban por la MTV, cuando la cadena de vídeos musicales eran tan transgresora como para emitir vídeos musicales y además tenía cierta conciencia reivindicativa. Rondaban los finales de los 90, y el anuncio exigía la puesta en libertad de Aung Sna Suu Kyi, una líder de la oposición no de China, sino de Birmania, que tuvo el coraje de enfrentarse a la dictadura militar que imperaba (y aún lo hace) en ese país, y que le costó convertirse en la enemigo número uno del gobierno por la fuerte influencia que la líder tenía entre un pueblo astiado por la corrupción y el abuso de poder.
Este «crimen», el de denunciar las malas prácticas de los de arriba, le costó una penitencia de por vida propia del mismo Mandela: desde el 96 en arresto domiciliario fue liberada el 13 de noviembre de 2010, así que hoy es un buen día para celebrar este aniversario. La penuria estuvo presente durante todo el «cómodo» cautiverio: se le negó ir a Oslo para recoger el Premio Nobel de la Paz, y no pudo estar con su marido cuando murió de cáncer en el hospital.
Este 2015 prueba que la fortaleza de Suu Kyi no se ha resentido lo más mínimo: se presentó a las primeras elecciones legislativas con la Liga Nacional de la Democracia (NLD) y ha conseguido la mayoría absoluta esta misma semana. Aunque los militares, temiendo su ascenso, se habían asegurado que no pudiera llegar a la presidencia adaptando un artículo en el que se prohibía este puesto a quienes estuvieran casados con un foráneo, un caso específico para echar a Suu Kyi del poder, su partido seguirá sus indicaciones. Sin embargo, su voz está detrás del partido mayoriatario, paso de gigante para un país que está lejos de ser una democracia pero que ha decidido que Suu Kyi puede empezar a guiarlos por un camino diferente. Una líder diferente a la que la historia pondrá en el sitio que merece.