Con la llegada del verano los editores ven la llegada del segundo round de ventas: si las ferias del libro suponen un alto porcentaje de las cifras totales de todo el año, la época estival es también de las preferidas de los españoles para rascarse el bolsillo y comprar un buen libro que les acompañe en las largas y calurosas horas de ocio.

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Sin embargo, los elegidos para tal fin suelen ser best sellers de tamaño gigante o el pelotazo de la temporada de las primeras filas de las librerías (no olvidemos que hablamos de un consumidor esporádico) que no siempre aúnan cantidad con calidad. «El jilguero» de Donna Tartt forma parte de esa clase de libros que igual podrían sujetar el pilar de una catedral o quebrarnos el hombro si optamos por bajárnoslo a la playa, pero, ¿este sí que valdrá la pena?

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Avalado por el Premio Pulitzer de Novela 2014, «El jilguero» son 1152 páginas de novela de iniciación, misterio y drama psicológico. Theodore y su madre se encuentran en el Museo Metropolitan de Nueva York cuando una bomba estalla y vuelve todo un mundo, el exterior y el interior, completamente del revés. Al más puro estilo dickensiano, un desconocido moribundo le entrega un anillo que debe devolver a su legítimo dueño, y que marcará el devenir del muchacho. ¿Nada nuevo? Nada lo es, pero sí esa forma de engarzar tal volumen de escrito en un texto que rezuma literatura clásica a lo Melville con posos de Breaking Bad.

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No es casual que se escudriñe esta inmensa obra no sólo porque ha tardado diez años en ser escrita, o porque sus detractores la han descrito como un intento de Auster para superventas, sino porque está escrita por una mujer. Donna Tartt es vieja conocida en el mundo literario, no tanto por el número de libros publicados (tres) sino por la forma de hacerlo. Su primera novela, «El Secreto» (1992) anticipó un bombazo entre editoriales y críticos que se materializó con éxito: más de cinco millones de libros vendidos y traducidos a treinta idiomas para una historia de crimen (y castigo) con un asesinato en el departamento de lenguas de la universidad de Vermont. Público y crítica se dieron la mano para ensalzar a Tartt y esto no sale gratis, porque diez años después, con «Un juego de niños» (2002) la autora repetía expectación y los laureles se dividieron, a pesar de ser otra magnífica obra maestra , en la que una niña recuerda a su hermano, ahorcado en el jardín familiar, y las extrañas circunstancias que lo rodean.

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Donna Tartt (1963) nació en el Mississippi y esa pasmosa tranquilidad en la concepción de sus obras (y del trato con la comunidad literaria) se refleja en su personalidad. La describen como una mujer menuda de conversación vivaz, que no entiende por qué es tan raro escribir una novela cada diez años, por mucho que a las editoriales les pese. Más cerca de la novela clásica a lo Robinson Crusoe o Madama Bovary, se confiesa cercana a Stevenson y Dickens, y entre sus admiradores se encuentran Stephen King o Ken Kesey. Si estamos ante una novela que pasará a la historia como compañera de las grandes obras de la literatura a las que rinde homenaje, el tiempo lo dirá. Nosotros sólo podemos ponernos cómodos y atrevernos con la maravillosa aventura de zambullirnos en un libro de tales dimensiones, entre lo físico y lo literario.