Ayer fui al médico al recoger los resultados de una citología que me hice hace siete semanas. Me acuerdo de mi yo de hace siete semanas: el mismo flequillo, las mismas ojeras, terminando el curso, pero la misma. Lo que tengo dudas es si mi coño era el mismo entonces que hoy, porque cabría pensar que es bastante tiempo desde que tienes un problema hasta que te dicen qué tienes. Pero luego no hay por qué preocuparse: Está todo dentro de los límites de la normalidad, me dice mi doctora. ¿Qué límites? le pregunto. Pues que todo bien, me dice extrañada. ¿Qué pasa, querías tener el ébola?, dice su rostro. Bueno, no, pero me realizaron la prueba a raíz de consultar si debía seguir o no tomando las pastillas anticonceptivas, pues mi regla se había reducido a una mancha de cabeza de alfiler o simplemente, la nada. No pasa nada, la regla cambia conforme pasa el tiempo, cada mujer es una cosa, todo normal. ¿No debería cambiar de anticonceptivo? ¿No hay nada nuevo con mejores efectos? ¿No importa que me la siga administrando muchos años seguidos? ¡Baaaah! Tú tómatela, tómatela, y acompaña con la cara y la mano que hacen el gesto de «pelillos a la mar». Salgo de la consulta, con 32 años recién cumplidos, con la misma cara de gilipollas con la que hace diecisiete años sujetaba en las manos mi primer condón sin saber ni por dónde abrirlo. ¿Qué cojones hago con esto? Ahora, ¿qué?
Me vino la regla con doce años. Estaba hablando por el fijo con mi amiga Ana Cristina, para felicitarla por su cumpleaños, y cuando terminé fui al baño. Ahí estaba, el manchurrón marrón que -oí, me comentaron- llegaría. Mi madre me acercó una compresa del tamaño de un pañal y desde la puerta del aseo, sin entrar, me dio instrucciones. Hasta hoy, no sé si se pregunta si con treinta años me estaré colocando bien la compresa o quizá vaya con el adhesivo pegado al culo. Después, con quince, tuve la primera oportunidad de perder la virginidad. Me fui a casa de chico que me gustaba, el más malote de la pandilla, que me había invitado a mí, y no otra, a ver una peli por la tarde. Antes de que Torrente dijera la primera soplapollez ya estábamos desnudos, y lo vi claro: ese era el momento. Nunca fui una romántica ni esperaba al chico adecuado, la verdad es que me interesaba mucho el sexo y estaba loca por empezar, pero cuando le pedí al chaval un condón, me dijo que ni tenía ni hacía falta, que él sabía cómo hacerlo. Me puse a buscar documentación en mi cerebro sobre esa afirmación, y realmente no encontré nada: mi madre ya me decía, desde que empecé a salir, que no volviera embarazada, pero no indicaba muy bien cómo hacerlo. En el instituto, recién implantada la ESO, no habíamos tenido ni una charla de una hora de educación sexual, mucho menos en el colegio. Ningún profesor hablaba de aquello ni las amigas tenían ni idea. Internet estaba en bragas, y sin ni siquiera móvil, mi base de datos era una verdadera mierda. Pero algo había, algo me decía, que eso no iba a salir bien. No era una niña, desde luego, y era de las más listas de mi clase, pero en ese tema solo me podía guiar por mi instinto. Me volví a vestir y sin darle más explicaciones, me fui a mi casa. Al día siguiente el chico no me hablaba y no lo hizo nunca más. La adolescencia tenía toda la pinta de ser una puta mierda.
Cuando llegué a la universidad me enamoré perdidamente del más outsider de mis compañeros de facultad. Era de los pocos chicos de Filología Inglesa y salió del armario un tiempo después, pero entre que él despejaba dudas y yo no aguantaba más por echar un polvo, tuvimos una primera vez veloz y cómica que estaba lejos de cumplir las expectativas. Al terminar, el condón salió escurriéndose como un gusanito mustio de mi vagina. Me fui a casa, pensando que no sería para tanto, pero a mitad de la noche me entraron dudas y fui a Urgencias a pedir la pastilla del día después. Murcia no es el lugar más contraceptivo-friendly del mundo, y el médico de guardia se encargó de meterme bastante miedo en el cuerpo para que no volviera por allí a pedir más, como si se me hubiera antojado un paquete de chicles de madrugada y en vez de al ultramarinos hubiera pensado ir a divertirme al Reina Sofía. Si vomitas, si vas al baño, si estornudas fuerte, si miras al sol de frente, podía no hacerte efecto, y aún así, no existía una fiabilidad 100% de no quedarte embarazada. Me recordó a mi madre, que decía que lo mejor para no quedarte embarazada era no practicar sexo jamás. Puro Wittgenstein.
Años después me fui de Erasmus y se puede decir que cumplí todos los tópicos. Un día llegaron a la residencia cajas de condones que la universidad repartía de forma gratuita, conscientes de la alteración hormonal de sus huestes. Cogimos a puñados, como si acabáramos de sufrir una guerra, y una noche los probé con mi novio de entonces. El condón era gratis, sí, y también para pichas de Lilliput y con el mismo grosor que un guante de cocina. Al final, la gente follaba a pelo porque algunos temían que se le gangrenara la polla con esa goma cortante, pero los servicios juveniles de la universidad seguro que se daban palmaditas en la espalda por su moderna iniciativa que tan barata le había salido. Algunas compañeras y yo terminábamos por ir a mangar condones al Tesco para evitar volver a casa con cinco asignaturas suspensas, y encima, un bombo. Íbamos nosotras.
Creo que he sido de las más tardías entre mis amigas en tomar las pastillas anticonceptivas, pero aunque era reticente a meterme un chute de hormonas para no quedarme embarazada, estaba ya harta de preservativos, marcha atrás y salto de la rana del Cordobés. No pasa nada, todo va genial, son estupendérrimas como beberte el primer orín de la mañana, siempre te lo dice el médico, además. Sin embargo, me recomen dudas cada vez que me tomo la pastilla, dócilmente, cuando me suena la alarma del móvil. Me la tengo que tomar yo, que comprar yo, que acordarme yo, que temer yo si un día voy al baño enferma y la expulso, yo me pasé los dos primeros meses llorando hasta cuando veía a Matías Prats haciendo chistes en las noticias, yo me sentía extraña, yo tuve que volver a ir al doctor varias veces hasta que encontré las «adecuadas» y que no exacerbaban aún más mi locura interior, yo la que escucha comentarios, testimonios y rumores de amigas y conocidas sobre la medicina sin saber si son ciertos o no, yo la que lleva años tomando algo que realmente no sé qué contiene ni qué me hará en el futuro. Así que cuando la regla me empezó a desaparecer como los vecinos del Infante en verano, pensé que debería consultar al médico, en vez de meterme en forocoches y arrancarme los pelos de las cejas. Y cuando todo lo que obtienes es la experiencia que he contado al principio, vuelves a sentirte como una niña de quince años.
No me avergüenzo de decir que hay cosas de las que no tengo ni idea, ni entonces virgen ni hoy bien servida de experiencias y con 32 años. La educación sexual es nula en colegios y en la sociedad. Tiemblo cuando asisto a las charlas de los institutos, ahora como profesora, y veo que mis alumnos siguen sin puta idea de lo que hacer: tienen el móvil lleno de información, de porno y de youtubers diciendo que hay que follarse a alguien, pero luego levantan la mano y preguntan si se pueden quedar embarazadas con la regla o si la primera vez asegura no quedarte. Preguntan ellas. Ellos, partidos de risa, preguntan cuántas pajas son normales al día. Piensan que no va con ellos porque seguramente nadie se lo ha explicado, y la rueda de la ignorancia y el tabú sigue girando veinte años después de tener en mi mano el primer condón rancio.
Y también hoy sigo sin idea de cuál será mi estado reproductivo. Es otra gran asignatura pendiente de la educación sexual y sanitaria, que da por hecho que deberías saber TÚ COMO MUJER. Pero más allá del término científico «que se te pasa el arroz», la mayoría de las mujeres con problemas reproductivos no sabían exactamente a qué edad tendrían esos problemas para quedarse embarazadas. Según un estudio de la Universidad de Yale, entre las más de mil mujeres encuestadas habían altos porcentajes de errores asumidos como verdades: el 70% no sabía que la edad aumenta el riesgo de anormalidad genética, el 40% de las mujeres creían que los ovarios continuaban produciendo nuevos óvulos mientras duraba la edad reproductiva o que solo el 10% de las mujeres encuestadas sabían que para reproducirse es mejor que el coito sea justo antes de la ovulación que no justo después. Para lo que algunas será obvio, en el fondo es información que solo nos llega en forma del boca a boca o corrillo de portal de colegas que luego achacamos a la «mala suerte» cuando en el fondo hay factores demostrados científicamente que se podrían solventar durante nuestra edad más fértil si hubiéramos tenido esa información. En Reino Unido se empiezan a introducir contenidos sobre «educación para la fertilidad» en algunas escuelas, conscientes de la importancia de que nuestros hábitos de jóvenes afectan nuestra capacidad reproductiva del futuro. Aquí nadie sabe nada, y otra vez, las mujeres por su cuenta tendrán que buscarse la vida.
Compañeras, en este blog no hay lugar para los dramas, pero debemos afrontar una verdad con valentía: estamos solas, cuando intentamos tener relaciones satisfactorias, evitar un embarazo, tener hijos. Nuestro coño es un ser intimidatorio y por lo visto lleno de misterio para expertos y profanos y también para nosotras mismas. Padres, profesores, médicos, parejas, lo habéis intentado, pero no es suficiente. Por eso y porque la información es poder, preguntad, estudiad, informaos, reclamad el derecho a esta educación, a querer saber, a molestar, incomodar y dar por culo hasta que nos hagan caso. Porque «los límites de la normalidad» no son iguales para todas.
Texto de Ana Andújar.
Todas las fotos de María Caparrós Photography.